jueves, 15 de mayo de 2014

Nombres en la guía

-Sí señor Rubén, llamaron. Pero fue número equivocado, un hombre, tenía la voz cascada, como de viejo. Parecía desesperado y quería hablar con... no me acuerdo. No me acuerdo.
-Está bien Clara, no te preocupés. Si llaman para mí, avísame, sino no te preocupés.
Era tan satisfactorio saber qué estaba pensando y qué diciendo para actuar en consecuencia, para sentirme dueño de mí mismo. Lo otro es tan confuso. A la hora todo se volvió más triste. Hay razones que hacen al mundo triste. Un llamado telefónico, por ejemplo.
-Señor Rubén, el hombre volvió a llamar. Volvió a preguntar. Yo le dije que aquí no vive nadie con ese nombre. Parece desesperado.
-Está bien, Clara. Si vuelve a llamar decile que aquí sólo vive Rubén. Rubén Ciseña. Y háblale claro, pobre mujer.
No sé por qué le dije eso si no lo pensé. Qué tristeza. Una hora después, sólo que para mí el tiempo era más rápido, como un triste cazador certero, apunta, dispara, mata, llamaron por tercera vez. Un cazador certero. Lector, estate atento a los cazadores, también por tercera vez.
-Sí señor, le expliqué que usted se llama Rubén, Rubén Ciseña y que yo debía ser clara, yo que ya lo era. Él dice que quiere hablar con usted. Está desesperado.
-Pero, ¿con quién quiere hablar?
-Con usted, pero él cree que usted es otro.
-Clara, me desesperás. Vamos a ver. Yo estoy trabajando. Decíle que me llame luego.
-Señor Rubén, está desesperado por hablarle.
-Pero no por hablarme a mí, sino a otro. Si entendieras que tengo la mente en otras cosas y no puedo pensar en pequeñeces, para eso te pago, pero quiero que me entendás y voy a hablar despacio, claramente, para vos. Yo soy Rubén. Rubén Ciseña. Si llaman por Rubén, llaman por mí; si llaman por otro, no llaman por mí.
A la hora la voz de Clara se dejaría escuchar para decir algo más o menos como lo que sigue:
-Señor, volvió a llamar, dice que está desesperado.
-Clara, cuando termine el día estarás despedida y esta vez es en serio. Mujer, me agotás. Estoy cansado de tu peinado y tu vestido siempre rojo siempre sucio y tu cara tan dibujada, tan artificial, clara, pero artificial. No debí decir eso. Disculpá, estoy sólo pensando. Decile que me llame acá. Decile que no estoy trabajando. Decile que me ha desesperado. Vamos, Clara, no llorés, encontrarás otro trabajo y sabés que te estimaría si no fueras tan inútil.
Ahora sólo escribo porque escribiendo se mezclan los pensamientos y los dichos, pero hablando, hablando se me confunde y el mundo era alegre cuando no se me confundía todo y Clara no me llamaba y era buena y trabajaba para mí y yo decía lo que decía y pensaba lo que pensaba y no al revés. Y por qué quiere hablar conmigo, un viejo desesperado, tratando de encontrar a quién en mí, tan equivocado, equivocado como un triste cazador certero que erró al gamo y le dio al perro. No, no, no. Yo soy Rubén. Rubén Ciseña. Y eso al menos lo dejaré, lo dejaré en claro.
-Disculpe, me dieron este número para que le hablara. Estoy desesperado.
-Señor, estoy trabajando. Le dijeron que no pero era mentira. Seré claro. Yo soy Rubén.
-Disculpe, me dieron este número para que le hablara. Estoy desesperado.
-Pero es que yo soy otro. Usted no me busca a mí al buscarme. Yo no soy el que le habla cuando usted cree que le hablo. Pero aún soy el que piensa y no el que habla.
-Disculpe, me dieron este número para que le hablara. Estoy desesperado.
-Pero está claro. Usted es el cazador, llama al cervatillo. Yo soy el perro. No dispare. ¡No dispare! No es mi aullido el que busca, la sangre, la sangre que busca es de otro tono. Yo no soy ése. Yo casi no soy. Tantas llamadas y ya se me confunde lo que y pienso lo que y digo lo que. Es decir. No sé. Qué desesperado. ¿Quién la claridad y el cazador? Hábleme, hábleme, estoy desesperado. ¿Quién es usted? ¿Quién maldito pensamiento hecho palabra?
-Yo soy Rubén. Rubén Ciseña. Busco a Daniel Chamorro. Necesito hablar con usted, estoy desesperado, desesperado.

martes, 6 de mayo de 2014

La traducción

“C´est une revolution contre
le hasard”
Paul Claudel



De vez en cuando me llegan invitaciones para traducir mis libros. Si don Blas hubiera sabido que las historias que me refería durante las tardes en las plazas cuando yo interrumpía sus lecciones, tendrían semejante éxito, seguramente me hubiera echado de su presencia tirándome el libro más pesado que tuviera a mano.
El pedido más extraño me lo hizo Andrés Folozza, que ya había traducido varios de mis libros al italiano, al rumano y al francés. Me ofreció traducir al castellano mi libro “Reluctaciones de mis fracasos” (libro que él mismo ha traducido a cuatro idiomas). Yo le pregunté si lo haría directamente del original. Él prometió hacerlo así, pero consultando las versiones romances y la del griego coiné que él mismo había realizado para lograr un paralaje adecuado, sometiendo a mi arbitrio sus avances.
Al principio dudé de la conveniencia de entablar una traducción al mismo idioma del original. Si una traducción atenta contra la lógica presentando llamativas paradojas, este proyecto superaba cualquier otra contradicción ofreciendo nuevos desafíos a la teoría de la traducción.
Folozza me aclaró que no pretendía alterar ni el cronolecto ni el sociolecto de mi trabajo. Yo inquirí sobre los cambios que podrían producirse entre el original y la traducción y él me respondió que la existencia de traducciones anteriores condicionaba a la nueva. Por otra parte, así como la letra de una obra era definitiva una vez que el autor así lo disponía, una traducción jamás podía serlo. Eso abría infinitas expectativas en el negocio editorial en el idioma del autor.
Ese último argumento me convenció. Y aunque nadie ha emprendido otra traducción al castellano de esa obra u otra obra mía, estoy conforme. Hasta ahora la traducción se sigue vendiendo a ritmo sostenido, mientras que el original apenas se sostiene en las estanterías gracias a algún curioso comprador ocasional.