jueves, 6 de febrero de 2014

Tranco gringo

La guitarra no era el instrumento. Más de una vez oímos sus melodías sin que su mano la tocara. Es el viento que mueve las cuerdas, decía alguien. No sé, no sé, me acomodaba yo. Lo cierto era que los que lo veían tocar sentían como si él más que el ejecutante fuera otra pieza de un mecanismo delicado. Y si me dejan arriesgar les confesaré que siempre me pareció que el instrumento era él y no la guitarra, ella lo hacía sonar tan lindo a él, tan lindo que daba gusto.
Se sentaba, elegía uno de los cigarrillos que había armado por la mañana, lo llevaba a la boca, lo encendía y aspiraba. Sonreía y recién entonces tomaba la guitarra y sin sacarse un segundo el armado de la boca destrenzaba la música de las cuerdas. Sólo fumaba para tocar, jamás fumaba sin su guitarra. A su vez nunca tocaba sin fumar. Apretaba el pucho con la comisura izquierda de su sonrisa, sonrisa torcida, dolorosa. Y la brasa parecía quemarle la vista y las entrañas. Cerraba los ojos y fumaba por dentro. Y medía las pitadas para que la última ceniza cayera con la última nota. Así cada tema era un cigarrillo y cuando ya le quedaba solo uno sonreía y se iba con su guitarra. Decían que ese último cigarrillo era siempre el mismo y que no lo fumaba nunca. Los dioses también pueden ser supersticiosos.
Al rato ya le pedían: tocate “La refalosa”, “La pobrecita”, “La tristecita”.  Y él las tocaba todas hasta la última pitada, hasta el último cigarrillo. Y cada vez más gente pidiendo, limosneando música, rodeándolo, como si no quisieran que el arte se escapara por entre sus cuerpos. Y él sonreía torcida y dolorosamente.
Pero hubo una última vez. Fue después de haber sonreído, después de haber liberado una chacarera. Y frente a él todos pedían sus preferencias. Él tomó el penúltimo armado, buscó una cara para elegir un último tema. Un petiso se adelantó. Tenía la cara deforme, las orejas arrugadas, mochas, los ojos negros, la cara brutalmente peluda. Encendió el armado y dio la primera pitada esperando que el enano le pidiera un toque. El fiero hombrecito, escupiendo entre los labios partidos, gritó insolentemente: ¡”Tranco gringo”!, ¡Toca “Tranco gringo”! Nadie conocía ese tema. Él tomo la guitarra y se la pasó al petiso. Sin sentarse y agarrando como podía la guitarra el cretino sacó una melodía. No, no tocaba mal. Ni bien tampoco. No tocaba. La música lo tocó a él; la guitarra cambió su instrumento. El viejo no lloró, no se inmutó, no sintió celos. Sólo pisó con la alpargata la chala de su armado en la última nota.
Nadie sabe qué pasó después. Hay quien dice que destrozó su guitarra. Otros piensan que jamás volvió a tocar. Se dice, sí, que al irse encendió el último cigarrillo. Tal vez murió en ese instante, o un poco después, en la última pitada.

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