Fantasma desprendido de la tarde, el muchacho se
dejaba estar en la plaza. Nunca hubo alguien tan fiel a un banco, ni una mirada
tan fija en el otoño. A mí me gustaba verlo porque tenía algo como una pregunta
en los ojos, una tranquilidad de viejo que todo lo mira y todo lo sabe. Al
anochecer se levantaba, ni triste ni alegre y se iba con la vista en el suelo.
Ella no. No
parecía ver nunca nada. Vivía sin notar el mundo a su alrededor. En vez de
alimentarse con la realidad parecía nutrirla con su presencia. Creo que por eso
pudo enamorarlo sin notarlo. Por eso y nada más.
Ella pasaba, y
él, con sus ojos, la seguía. Ella desaparecía tras la esquina o tras un árbol y
él, sin moverse de su banco creía poder ir tras ella por calles y barrios. Todo
es muy triste y no lo sería si no fuera porque una tarde, qué triste tarde.
Él la saludó.
Ella se detuvo y se sentó junto a él. Charlaron, vaya a saber qué se dijeron.
Lo triste es que ella abrió una caja y sacó un juego de ajedrez. Eso es lo
peor. Ajedrez. ¿Por qué lastimar al pobre muchacho? ¿Para qué viciarlo con el
cálculo de las consecuencias e iniciarlo en el cinismo de cada movimiento? Él,
que sólo veía el otoño pasar. Es triste.
A partir de
esa vez las tardes de la plaza cambiaron. El otoño pasó sin noticias, y el
invierno se divirtió observando la triste parejita. Él aprendía rápido las
reglas de esa guerra en blanco y negro, los pecados legitimados, las metáforas
de las figuras y el odio de los dos colores. Y en los ojos de la muchacha, y en
el invierno, descubrió la triste manía del gris. Así olvidó los tremendos
naranjas y rojos del otoño.
Las partidas
se hacían cada vez más largas, más feroces, más mortales. Tarde a tarde, el
muchachito se fue haciendo hombre sin notar que más allá de su piel el invierno
hacía destrozos. Y por un juego en el que no faltaban las traiciones y las
emboscadas, la plaza se secaba de frío en uno de sus bancos.
Cuando lo vi
venir cabizbajo, mirando el suelo, supe que se había enamorado irreversiblemente.
Sobre su banco (seguía siendo el mismo banco, pero ahora era suyo y de ella),
ya se impacientaban las yemas de los árboles y en el cantero las violetas ya
denunciaban la traición de la primavera. Era el final de la guerra.
Yo lo vi todo,
pero si no lo hubiera visto hubiera sido igual, podría imaginarlo tan
claramente como sucedió. Él mirando la esquina donde aparecería ella, la
esquina ocultándola sediciosa, y en su vertical, primero una mano, un pie, la
pierna, el brazo, su cara, llena de primavera. Su cuerpo. Y otro. Otro que la
llevaba de la mano. Pasaron frente a él, ella lo saludó, casi sin verlo. Jaque
mate, el tiempo pasa, y él los siguió con la mirada hasta que se perdieron por
el sendero ya insultante de flores. Y él los vio pasar y vio cómo de pronto
cambió la plaza y él volvía a ser un pibe.
Y llegó el otoño y el verano nunca vino.