martes, 25 de marzo de 2014

El triste peligro del ajedrez

Fantasma desprendido de la tarde, el muchacho se dejaba estar en la plaza. Nunca hubo alguien tan fiel a un banco, ni una mirada tan fija en el otoño. A mí me gustaba verlo porque tenía algo como una pregunta en los ojos, una tranquilidad de viejo que todo lo mira y todo lo sabe. Al anochecer se levantaba, ni triste ni alegre y se iba con la vista en el suelo.
Ella no. No parecía ver nunca nada. Vivía sin notar el mundo a su alrededor. En vez de alimentarse con la realidad parecía nutrirla con su presencia. Creo que por eso pudo enamorarlo sin notarlo. Por eso y nada más.
Ella pasaba, y él, con sus ojos, la seguía. Ella desaparecía tras la esquina o tras un árbol y él, sin moverse de su banco creía poder ir tras ella por calles y barrios. Todo es muy triste y no lo sería si no fuera porque una tarde, qué triste tarde.
Él la saludó. Ella se detuvo y se sentó junto a él. Charlaron, vaya a saber qué se dijeron. Lo triste es que ella abrió una caja y sacó un juego de ajedrez. Eso es lo peor. Ajedrez. ¿Por qué lastimar al pobre muchacho? ¿Para qué viciarlo con el cálculo de las consecuencias e iniciarlo en el cinismo de cada movimiento? Él, que sólo veía el otoño pasar. Es triste.
A partir de esa vez las tardes de la plaza cambiaron. El otoño pasó sin noticias, y el invierno se divirtió observando la triste parejita. Él aprendía rápido las reglas de esa guerra en blanco y negro, los pecados legitimados, las metáforas de las figuras y el odio de los dos colores. Y en los ojos de la muchacha, y en el invierno, descubrió la triste manía del gris. Así olvidó los tremendos naranjas y rojos del otoño.
Las partidas se hacían cada vez más largas, más feroces, más mortales. Tarde a tarde, el muchachito se fue haciendo hombre sin notar que más allá de su piel el invierno hacía destrozos. Y por un juego en el que no faltaban las traiciones y las emboscadas, la plaza se secaba de frío en uno de sus bancos.
Cuando lo vi venir cabizbajo, mirando el suelo, supe que se había enamorado irreversiblemente. Sobre su banco (seguía siendo el mismo banco, pero ahora era suyo y de ella), ya se impacientaban las yemas de los árboles y en el cantero las violetas ya denunciaban la traición de la primavera. Era el final de la guerra.
Yo lo vi todo, pero si no lo hubiera visto hubiera sido igual, podría imaginarlo tan claramente como sucedió. Él mirando la esquina donde aparecería ella, la esquina ocultándola sediciosa, y en su vertical, primero una mano, un pie, la pierna, el brazo, su cara, llena de primavera. Su cuerpo. Y otro. Otro que la llevaba de la mano. Pasaron frente a él, ella lo saludó, casi sin verlo. Jaque mate, el tiempo pasa, y él los siguió con la mirada hasta que se perdieron por el sendero ya insultante de flores. Y él los vio pasar y vio cómo de pronto cambió la plaza y él volvía a ser un pibe.
Y llegó el otoño y el verano nunca vino.

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