Cuéntase que cierta vez una zorra hambrienta deambulaba
por el bosque cuando vio a un cuervo sobre una llamativa rama con un enorme
queso en su pico. La astuta zorra pensó entonces cómo engañarlo y simulando
admiración se dirigió al cuervo diciéndole ostentosa:
-Oh, gran ave dueña de las alturas y profundidades, qué
halagadora es para mí esta tarde en que por fin puedo verte y contemplar la
fama que de ti a mis oídos había llegado: tu brillante y oscuro plumaje de
tornasoles adornado, tus ojos llenos de paisajes, tus garras que compiten con
las del águila. Qué lástima que no pueda escuchar tu sonoro canto, envidiado
por ruiseñores y mirlos de la sierra...
El cuervo, tratando inútilmente de ocultar una oscura
sonrisa, tomó el queso con su mano, lo metió en el bolsillo y se abalanzó sobre
la vulpeja clavando sus enormes colmillos en el cuello, disfrutando el calor de
su fluida sangre y los últimos movimientos que se ahogaban bajo su cuerpo.
Luego ocultó el seco cadáver en una bodega, junto con los otros, y volvió a su
rama, sacó del bolsillo su enorme queso, lo colocó en su pico y se dispuso a
esperar la próxima distraída zorra lectora de mentiras de Esopo.
Desconfía de tu razón
pues ella sólo sabe un truco
y la muerte sabe un montón.
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