Cuando ella se fue de mi casa yo ya estaba dispuesto
a abandonarla para siempre y olvidarme de todo el problema. Es que por peor que
se describa al marido, el amante está siempre obligado a compadecerlo un tanto.
Por eso mis últimas palabras eran siempre no te preocupés, no es tan mal tipo,
si lo vieras con otros ojos. Pero esa vez fuimos demasiado lejos. Por fin ella
me había convencido de que el tipo era un miserable, alcohólico, depresivo y
sin proyectos. Es decir que tenía que matarlo.
Ya llevábamos seis meses de vernos
cuando me lo pidió explícitamente. En verdad yo no veía la necesidad de
eliminarlo. Pensé que ella podía venir a vivir conmigo sin mayores trámites. Él
renegaría, la insultaría, la buscaría por un largo tiempo hasta terminar por
refugiarse en su frustrada resignación. Hasta quizás de esa forma él me
ahorraría esa muerte matándose él mismo. Por suerte ella logró convencerme
argumentando no sé qué rara piedad. Y me sonrió diabólicamente. Y además al
tipo yo ya lo quería, no podía dejarlo sufrir así no más.
Conseguir el revólver no fue más
difícil que convencerme de que había que eliminar al miserable. Concluí que lo
único lógico era que él muriera, no había, no debía haber otro final para la
vida de un hombre que se dedicó a no vivir los últimos diez años. Y ella no era
mala, tampoco buena, convengamos, ni siquiera se sabía hacer amar. Pero sí
sonreía como diez mil diablos y eso me gustaba. Además de eso su única gracia
era la posibilidad que me ofrecía de cumplir con un asesinato. Y no cuenten
más. Ahí termina toda su belleza.
Y yo estaba encerrado ya en esa
decisión entre dos personajes de mala novela y cada vez me costaba más verlos
como seres reales, contantes y sonantes. Para decidirme del todo elegí una caminata
por el rosedal del parque. En ese lugar de fantasía, frente a un lago de
mentira, siempre podría tomar las decisiones más mentirosas. Me senté en la
primer glorieta vacía y allí contemplé los reflejos de la luna sobre las casi
inexistentes olas y el barco, balanceándose ebrio, y me dieron ganas de
hundirlo a pedradas. Y decidí terminar con este cuento y encajarle al tipo sus
buenas balas. Una tos me atacó en ese instante y fue la misma tos que me da
siempre que me pongo nervioso. Mejor calmarse que todavía faltaban unos días.
No fue difícil planearlo. La noche
convenida yo lo citaría en la glorieta del rosedal para ofrecerle un trabajo.
Para cuando yo me acercara él no tendría tiempo de sorprenderse. Llevaría lista
el arma en el bolsillo del sobretodo, buscaría mi dólar de la suerte, tomaría
un jarabe para la tos. Le dispararía y desaparecería del lugar. ¿Quién se
preocupa por estos miserables?
Por más que desordené cajones no
encontré mi dólar de la suerte. De nada me servía decirme que era sólo una moneda.
Cuando salí sin mi amuleto yo sabía que nada iba a salir bien.
Sin embargo allí estaba él,
esperándome impaciente, mirando el lago. De nuevo me apiadé y tuve que
asegurarme que era lo mejor para él. La sombra me impedía verle la cara y si se
la hubiera visto no hubiera podido extender la mano. Sé que él se escondió en
la sombra para no detenerme.
Lo oí toser y recordé mi tos nerviosa
y también tosí. Él me escuchó y me pareció que giraba hacia mí. Me acerqué y
extendí el brazo. Parecía jugar con algo en sus manos, algo que no me atreví a
ver porque todo él era demasiado para un personaje y pensé que era miserable y
le disparé con toda piedad. Creo que alcanzó a sonreír, pobre. De la mano se le
cayó una moneda cuando lo empujé al lago. Era de un dólar. Tal vez la que yo
había perdido.
¿Cómo no identificarme con esa
ensangrentada cara desfondada? Después todo fue una pesadilla. Me fui a vivir
con ella y todo se terminó. Me quedé solo con esta caricatura, este garabato de
vida, todo miserable, confundido, descorazonado. Lo único que me queda es
esperar sentado en la glorieta, mejor en la sombra, cara y seca el dólar de la
suerte y comprobar si este joven que se acerca fui yo y si mi piedad no fue
complacencia. Lo mejor es siempre morir. Y esta tos, olvidé tomar jarabe,
siempre me pone nervioso verme la cara de miedo al disparar.
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