domingo, 3 de agosto de 2014

SEA COMO UN MANTO DE PIEDAD

Cuando ella se fue de mi casa yo ya estaba dispuesto a abandonarla para siempre y olvidarme de todo el problema. Es que por peor que se describa al marido, el amante está siempre obligado a compadecerlo un tanto. Por eso mis últimas palabras eran siempre no te preocupés, no es tan mal tipo, si lo vieras con otros ojos. Pero esa vez fuimos demasiado lejos. Por fin ella me había convencido de que el tipo era un miserable, alcohólico, depresivo y sin proyectos. Es decir que tenía que matarlo.
Ya llevábamos seis meses de vernos cuando me lo pidió explícitamente. En verdad yo no veía la necesidad de eliminarlo. Pensé que ella podía venir a vivir conmigo sin mayores trámites. Él renegaría, la insultaría, la buscaría por un largo tiempo hasta terminar por refugiarse en su frustrada resignación. Hasta quizás de esa forma él me ahorraría esa muerte matándose él mismo. Por suerte ella logró convencerme argumentando no sé qué rara piedad. Y me sonrió diabólicamente. Y además al tipo yo ya lo quería, no podía dejarlo sufrir así no más.
Conseguir el revólver no fue más difícil que convencerme de que había que eliminar al miserable. Concluí que lo único lógico era que él muriera, no había, no debía haber otro final para la vida de un hombre que se dedicó a no vivir los últimos diez años. Y ella no era mala, tampoco buena, convengamos, ni siquiera se sabía hacer amar. Pero sí sonreía como diez mil diablos y eso me gustaba. Además de eso su única gracia era la posibilidad que me ofrecía de cumplir con un asesinato. Y no cuenten más. Ahí termina toda su belleza.
Y yo estaba encerrado ya en esa decisión entre dos personajes de mala novela y cada vez me costaba más verlos como seres reales, contantes y sonantes. Para decidirme del todo elegí una caminata por el rosedal del parque. En ese lugar de fantasía, frente a un lago de mentira, siempre podría tomar las decisiones más mentirosas. Me senté en la primer glorieta vacía y allí contemplé los reflejos de la luna sobre las casi inexistentes olas y el barco, balanceándose ebrio, y me dieron ganas de hundirlo a pedradas. Y decidí terminar con este cuento y encajarle al tipo sus buenas balas. Una tos me atacó en ese instante y fue la misma tos que me da siempre que me pongo nervioso. Mejor calmarse que todavía faltaban unos días.
No fue difícil planearlo. La noche convenida yo lo citaría en la glorieta del rosedal para ofrecerle un trabajo. Para cuando yo me acercara él no tendría tiempo de sorprenderse. Llevaría lista el arma en el bolsillo del sobretodo, buscaría mi dólar de la suerte, tomaría un jarabe para la tos. Le dispararía y desaparecería del lugar. ¿Quién se preocupa por estos miserables?
Por más que desordené cajones no encontré mi dólar de la suerte. De nada me servía decirme que era sólo una moneda. Cuando salí sin mi amuleto yo sabía que nada iba a salir bien.
Sin embargo allí estaba él, esperándome impaciente, mirando el lago. De nuevo me apiadé y tuve que asegurarme que era lo mejor para él. La sombra me impedía verle la cara y si se la hubiera visto no hubiera podido extender la mano. Sé que él se escondió en la sombra para no detenerme.
Lo oí toser y recordé mi tos nerviosa y también tosí. Él me escuchó y me pareció que giraba hacia mí. Me acerqué y extendí el brazo. Parecía jugar con algo en sus manos, algo que no me atreví a ver porque todo él era demasiado para un personaje y pensé que era miserable y le disparé con toda piedad. Creo que alcanzó a sonreír, pobre. De la mano se le cayó una moneda cuando lo empujé al lago. Era de un dólar. Tal vez la que yo había perdido.

¿Cómo no identificarme con esa ensangrentada cara desfondada? Después todo fue una pesadilla. Me fui a vivir con ella y todo se terminó. Me quedé solo con esta caricatura, este garabato de vida, todo miserable, confundido, descorazonado. Lo único que me queda es esperar sentado en la glorieta, mejor en la sombra, cara y seca el dólar de la suerte y comprobar si este joven que se acerca fui yo y si mi piedad no fue complacencia. Lo mejor es siempre morir. Y esta tos, olvidé tomar jarabe, siempre me pone nervioso verme la cara de miedo al disparar.

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